31.12.13

La sexagésima primera es una pared

Me creía invencible, hasta que alguien tuvo más fuerza que yo.
Me creía la única, hasta que apareció otro.
Me pensaba que mis deseos eran los más verdaderos, hasta que leí que no.
Las cartas que mandaba eran las más lindas, hasta que me dedicaron cosas que jamás hubiera pensado de mi.
Era escéptica hasta los huesos, hasta que vi lo que quise ver en el momento justo.
Pensaba que era muy impaciente, hasta que conocí el amor.
Pensaba que todos los de allá eran monstruos, hasta que me recomendaron libertad.
Iba segura en mi camino de piedritas, hasta que el tornado del miedo lo destruyó.
La señorita respetable que había en mi se puso un vestido y se pintó los labios para seducir a quién sabe qué deseo.
La niña insegura que habita en lo profundo de mi alma, se quedó inmóvil y asustada cuando le mostraron que la realidad es tal cual la pintaba Sábato en "Antes del fin".
La superheroína que está acá adentro, se fue desvaneciendo para convertirse en alguien más genuino, sin superpoderes, con más ideales...
Hoy, al final del año sangrante, pude darme cuenta de que renací. Ahora será momento de volver a construir mi camino de piedritas.
Lo que uno necesita a veces es un golpe contra alguna pared. Golpearmos hasta sangrar.

http://www.youtube.com/watch?v=i4_pVlJdbEY

"TU CUERPO AL FIN, TIENE UN ALMA"

8.12.13

La sexagésima es un relato


Yo siempre he pensado que la imaginación y la realidad tienen poco en común. Siempre he creído que las cosas más importantes en la vida se logran con la razón, la perseverancia, el alcanzar mil objetivos por vez, querer llegar más y más lejos sin detenerme ni un segundo a pensar en otras personas, en alguien para amar.

No estoy diciendo con esto que soy o fui una egoísta, pero sí quiero hacer saber que nunca me hubiera imaginado el amor inserto en mi vida.

Es verdad que hoy sólo tengo veintitrés años, pero a veces siento que he vivido más cosas de las que debería haber vivido (tengo suerte). Es verdad también que soy muy incrédula con las cosas que hay que sentir, con las cosas que nos imponen: amar los padres, amar a la gente que te rodea, ser agradecido con tu familia en general y con Dios en particular.
Entonces, como decía, iba viviendo mi vida desde mí, para mí, queriendo ser quien tal vez quien nunca iba a ser. Quizás nunca sería aquella mujer independiente que se come el mundo cuando menos lo esperan, una chica independiente de todos los demás, del amor de su familia, del amor de un chico, una chica, algunos amigos.
¿Es un cliché? Estoy aquí para hablar de amor: defenestrar o ensalzar el concepto. Pero me pregunto. ¿Es un cliché enamorarse? ¿Cómo sabe uno que el amor ha llegado a la vida de uno si ni siquiera se sentía preparado? ¿Por qué hay que enamorarse? Quién será el que se anime a derribar las barreras de mentalidades, de personalidades, de ropa, para descubrir el verdadero ser. Sin tapujos, sin murallas, sin excepciones.
¿Quién dará ese primer paso?
Las respuestas fueron difíciles de encontrar. Nunca me había dado cuenta de que para mí el amor era un asunto traumatizante. Mis papás no me habían enseñado a  amar… ellos no lo hacen. Entonces para mí era una dimensión desconocida que necesitaba explorar y de hecho, no me había dado cuenta de que estaba buscando, a como dé lugar, saber de qué se trataba.
Mi primera aproximación al amor, fue tal vez a los 13 años, cuando el chico que me gustaba, me había dicho con cara de horror: “Sos muy rara, Samantha. Por eso nadie gusta de vos, tenés que ser como las otras chicas”. Mi primer intento de amor… mi primera falla: la persona.
Necesitaba salir como sea de esa situación y decidí que nunca más me iba a gustar ningún chico. Entonces me fui infeliz a mi casa. Caminando bajo el sol de la siesta tucumana, pensando en cómo nadie me había dicho que el amor, a veces no funciona…. O funciona mal, como el amor del Principito con su rosa. Funciona anárquicamente.
Mauricio, fue el chico que me abrió la ruta a la exploración del amor. Era increíblemente racional mi concepto. Hasta pensaba que el amor era solamente un proceso por el que debía pasar alguna vez: una cosa de adolescente que tenía que vivir.
Sin embargo, era divertido. Tratar de gustarle a alguien. Era divertido pensar cómo hacer que me note. Qué increíble sensación cuando me miraba.
Pero necesito contar más. Las miradas del comienzo, la primera vez que lo ves: nada parece ser más insignificante que eso. La primera impresión, con la que nos tenemos que acostumbrar a vivir. Hay veces que no nos ayuda para nada. Pero cuando esto que se llama amor se aproxima, uno ya sabe o no quiere darse cuenta de todo lo que pasa alrededor: la misma nada, y eso es mucho.
La mente se nubla, las manos inquietas acomodando los últimos pelitos en la frente, el piso moviéndose como si fuera a estallar la tierra. Los sentidos agudizados, las fosas nasales que descubren un nuevo aroma, una nueva manera de sentir la vida. Los oídos atentos… los ojos, los ojos… reciben todo lo que pueden: la ropa, las texturas, una cantidad de cosas con las que ya uno no sabe qué hacer, cómo reaccionar. Los ojos son la presencia viva del amor. Los ojos frenéticos y abiertos para saber, para descubrir.
Y lo más maravilloso de todo esto es que son apenas unos segundos. Unas milésimas de nuestro tiempo, de nuestra vida que nos va a marcar hasta no poder más, hasta hacernos querer llorar y reír al mismo tiempo. Cualquiera que haya vivido esto, dará fe de que los ojos son unos traidores. Uno quiere seguir vivo, mirando, quiere seguir sintiendo lo que viene, lo que hay, lo extraordinario que ya está sucediendo. Los ojos nos traicionan y se cierran para pestañar. La magia se terminó. Hay que volver a la realidad.
Bajás la mirada, sonreís y negás con la cabeza mientras pensás: “cómo pude mirarlo así, ahora se va a dar cuenta, qué tonta… ¡qué lindo es, che!” La magia ha empezado.
Ese sentimiento, es al que mi yo racional, le llama enamoramiento. Hasta ahí uno puede hacer, decir y escribir mil cosas.
Pero cuando uno está enamorado ya nada es lo mismo. Nunca más vas a ver los días grises como grises. Los árboles ahora son de los colores que uno quiera. Se vuelve uno más caprichoso, más femenino, mucho más adolescente. Y es una sensación que le llena a uno el pecho volver a verlo, volver a temblar con el piso, volver a ser traicionado por el parpadeo molesto.
Pueden pasar años, pasar mil épocas buenas y malas, puede pasar la nada misma con esa persona que el amor elige para nosotros. Pero no se te olvida más que te enamoraste por unos segundos, que después tuviste que volver  la realidad.
Mi yo sensible, dice que no debería temerle al amor, a las sensaciones, que me cosa unas alas que me levanten de mi vida y que vaya a volar por ahí entre la niebla del amor… y a veces me dejo convencer.
Es cuando el proceso de acercarse se hace realidad. Uno ya no siente eso que sintió (el piso, la piel de gallina, los ojos) ahora hay que ser valiente, como siempre quise serlo. Me acerco, o él a mí y me dice: “Hola, me llamo… y te vi ahí y bueno quería…” Me olvidé de todo. Para qué se acercó, qué quería, cómo era. Me olvidé porque la sensación me supera, me estalla el pecho y las palpitaciones no me dejan escuchar el nombre. Yo sonrío, me aferro a mi yo racional y digo que no, que gracias, que hola qué tal, que me llamo Samantha.
Estoy entregada al amor. Empezamos como en las épocas modernas a chatear, a buscar cosas en común, a debatir temas triviales, nos juntamos después a recostarnos sobre la hierba mojada por los días de primavera, a contemplar el sol y a oler los primeros jazmines del jardín.
 Hasta que llego a la conclusión de que mi yo sensible está nadando en un mar de amor… queriendo esconderse de mi yo racional para que lo deje tranquilo enamorarse de una vez. Pero hasta éste, está pensando que tal vez no está tan mal compartir mates y tocarse las manos y sonreír con unos dientes resplandecientes de júbilo amoroso.
Sabía que me iba a pasar. Pero nunca supe bien cómo era yo. O cómo era esa sensación de estar más de una hora pensando en otra persona que no fuera yo. Dándole una parte de mi espacio, de mi cabeza a otro ser tan mundano, igual a mí.
Las increíbles ganas de besarlo mientras me hablaba de cualquier cosa, las manos temblorosas cuando me pedía algo, que le alcance la guitarra para empezar a tocar “No necesito nada”. Increíbles sensaciones me invadían el cuerpo cuando me abrazaba por microsegunditos para decirme: “chau, Samantha… después te veo”, cerrando un pesado portón negro alto hasta el cielo que dividía mi vida de la suya.
Y así fui dándome cuenta de que ya no era una adolescente enamorada de algún Mauricio cualquiera. Ya no me pasaron más las mismas cosas. No tenía ganas de enseñarle cómo tratar a las mujeres de mi estilo, no quería manipularle la cabeza o las ideas… quería ser yo misma, con mis ideas, con mi ser, con todo lo que había construido para demostrarle al mundo que era fuerte, que no necesitaba de nadie más que de mí.
El enamoramiento y las miradas furtivas en esa facultad se habían terminado y empezaba a saber cosas sobre esta persona, cosas que quería saber, que me interesaba saber. ¿Quería ser acaso la mejor mujer en el mundo? ¿Quería mostrarme como la persona que iba a cuidarlo y protegerlo de cualquier mal? ¿Por qué?
Pasaba todo mi día tratando de responder preguntas que al fin y al cabo eran la resolución final de mis nervios. Una coartada barata de mi yo racional para que esas sensaciones de amor “peligrosas” no me invadan, no me lleven por un camino del que sabía que no iba a volver.
El amor, empezó a llegar. Sí. La sensación de querer volar, ir y volver, empezar y acabar el día junto a  alguien. Sentirse “como en casa”, en una casa nueva… en una que yo misma estaba empezando a confeccionar, pieza por pieza, una casita de telas de colores, que me iba a ayudar a curarme de las heridas de no haber sentido nunca amor.
Lector, imaginará que fue para mí, complicado darme cuenta de que estaba inmersa en un amor, el más puro que pude haber conocido. Y por qué digo puro: era extraña la natural manera de sucederse las cosas.
Empezamos a salir y en una noche, la tercera, hicimos el amor. Y nunca me había pasado el sexo con amor. Era tarde de noche y con velas encendidas, como una escena de alguna película europea, nos entregamos los cuerpos y las ideas, los pensamientos más profundos y las palabras más groseras… recostados sobre una cama pequeña que parecía un paraíso, empezamos a besarnos sin querer tocarnos muy fuerte, como para no romper nada, para no infringir en la privacidad del otro. Empezamos a sacudir nuestros cuerpos al ritmo de la pasión infernal sin siquiera pensarlo mucho. Estaba yo sin ninguna ropa, sin ninguna barrera, sin ninguna clase de prejuicio, de temor, de complejo y de momento estaba sumida en un momento que jamás se me va a olvidar. Con los ojos cerrados, que no tenían a quién traicionar, los cinco sentidos vívidos, expectantes a cada uno de sus movimientos, a cada palabra suya, al sudor que corría tramo a tramo por mi piel seca que ahora empezaba a humedecerse de pasión.
El colchón hundido por el peso de nuestros cuerpos y las sábanas desordenadas, la habitación llena de un aire espeso, se sentía la presencia de todas las cosas allí: los apuntes, las sillas, el escritorio largo y cada una de las velas ayudaba a que la sensación de que nada malo pasaba se hiciera realidad.
El cuarto atiborrado de presencias mágicas, de habernos entregado hasta… hasta lo más increíble que alguien pueda dar: el alma.
Fueron creciendo en mí como raíces que nacían en mi cabeza y terminaban allá lejos en el cielo unas ideas locas que sólo este amor podía crear. Investigué qué me pasaba: mis variadas lecturas, mis charlas con amigos, mis introspecciones me hicieron dar en la cuenta de lo que estaba ahí y no podía ver: quería estar acompañada toda mi vida por este ser, que ya no era deslumbrante como al principio, que no me movía las baldosas del piso (sensación que se estaba volviendo insoportable).
Ahora era más que eso. Me di cuenta de que el amor era mucho más que un sentimiento, era una nueva forma de vida. Un constante compartir, una idea de vida juntos.
El amor, querido lector (déjeme entrometerme en su cabeza), no se aprende como muchos dicen. El amor se enseña y yo tuve la gran oportunidad, la mayor de mi vida, la que no muchos tienen.
Tuve la suerte de vivir la significación de esto. Pero… cómo hace la gente que no se enamoró nunca, o la que se enamora todo el día.
Mi pregunta tiene respuesta claro, porque como conté antes, yo lo vivía. Esa vida racional sin fin, sin cristales para ver la vida de distintos colores.
Si Usted me deja expresarlo, voy a decirlo: el amor es todo lo que una Samantha necesita para alcanzar sus mil metas, para lograr todos los objetivos que se propone, para sonreír como ella quiere, para enamorarse de la vida y de los momentos minuto a minuto.
¿Y Usted, de qué se enamora?

https://www.youtube.com/watch?v=Ttjh_kK62lY
SUNDAYS KINDA LOVE... QUIÉN NO QUIERE UNO, O DOS