17.4.14

La sexagésimo quinta es un pueblo anuciado

Fui tan al norte como pude. Tan al norte que me perdí. Encontré un pueblo que era nada pero era todo. Me sentí representada, pero sabía que representaba  todo el mundo también. Hacia el oriente está la sierra impenetrable, y al otro lado de la sierra la antigua ciudad de Riohacha, al sur están los pantanos, y el vasto universo de la ciénaga grande… Estoy en Colombia, descubrí.En una vieja e inhóspita estación me bajé del tren con la sensación de haberme encontrado perdida en este pueblo, del que nunca más saldría. Había un cartel herrumbrado que gritaba: Macondo.Un pueblo con casitas con techos de zinc, veredas de tierra, un lugar caliente y lleno de moscas. Increíblemente, en ese momento, caían pájaros muertos del cielo. Macondo está lleno de historias… ¿fantásticas? El pueblo estaba diezmado por las guerras entre liberales y conservadores. Vi que la gente no era feliz y que vivían atormentados por los zancudos, el calor agobiante, el pasado, el olvido y la muerte.Un tal José Arcadio Buendía me contó, a duras penas - porque ya estaba cansado de hablar con los que llegaban de a goteras al lugar-, que Macondo fue fundada por su expedición, que la conformaban varios amigos, sus esposas, hijos, animales domésticos y toda clase de utensilios.Buendía me dijo: “Mi objetivo era cruzar las montañas en dirección al oeste en busca de una salida al mar; pero después de 26 meses de andar deambulando, decidimos quedarnos en este lugar. Era de noche y soñé con una cuidad ruidosa con casas de paredes de espejos cuyo nombre era: Macondo.” Pacientemente me explicó: “El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.Era una aldea con poco más de 300 habitantes, todos felices y no había cementerio, porque nadie había muerto.” Pero, como todo, Macondo cambió: la llegada de los gitanos al pueblo fue un verdadero desastre, con sus artificios que hicieron que los Buendía nazcan, vivan y mueran lindando entre la pobreza, la miseria y los acontecimientos increíbles.Señor lector, se imaginará que para mí, esto seguirá siendo nuevo, no importa cuántas veces lo relate, cuántas veces lo comente o lo imagine. Estaba yo inmersa en un universo paralelo, que a la vez me hacía sentir en casa.Los habitantes estaban arruinados, todos con la piel quemada por el sol ninguno tenía menos de diez años ni más de ciento cincuenta.Una buena mañana, caminaba por esas angostas callecitas, mientras mis pies se llenaban de arena o zinc y mientras mis oídos trataban de acostumbrarse al extraño sonido de los tiros de cañones o rifles, vi un episodio interesante: un hombre, como un fantasma, atado a un árbol, en el fondo de su casa, sumido en su locura, delirando (o no) y rezando incansablemente el nombre de Melquíades. Me pregunté quién era este personaje, quién había enloquecido a este pobre hombre, ¡¿cómo había pasado?!Aquél hombre desquiciado, era el fundador del pueblo… sí: José Arcadio Buendía el representante de las mentes científicas en Macondo, que llevó a la ruina a su familia por invertir en sus intentos de convertirlo todo lo que veía en oro a través de la ciencia mitológica de la alquimia y otros proyectos que no tenían sentido para su pueblo.Pasó sus últimos o sus primeros días de vida y muerte en un laboratorio construido por él y para sus descubrimientos como que “la tierra es redonda como una naranja”.Lástima que por aquella época, una horrible maldición cayó sobre Macondo: la peste del insomnio, que llevó a que todos sus habitantes dejen de dormir y consecuentemente, olvidaron sus nombres, personas y hasta su propia identidad.Averiguando sobre los rezos de José Arcadio, lo primero que me enteré es que el vasto cementerio que antes no existía en el feliz Macondo fue construido para enterrar al primer muerto del pueblo: Melquíades.Este personaje, no más raro que todos los demás, era un gitano que introdujo a toda su comunidad el sánscrito, el imán y el hielo.Poco a poco, los macondinos fueron perdiendo su identidad y se introdujo el mal con ello. Todo fue distinto, las mujeres ya no se ocupaban de sus hogares y los hombres no salían a conseguir el pan, todo eso formaba parte de un pasado absurdo, peripatético. Así fue como me convencí de que la llegada de los gitanos había sido una desgracia: el lugar tranquilo y pacífico, se tornó en un lugar misterioso, trayendo a los ciudadanos diariamente sucesos inexplicables de los que yo era partícipe también: milagros, dolor, tristeza, diálogos con espíritus.Los macondinos descubren el progreso con el comercio y con eso las armas y la necesidad mundana de luchar por el honor y con él las guerras se establecen en el pueblo que todos los días era diferente, tanto, que los habitantes se levantaban todos los días a re-conocerlo.Los forasteros llegaron con los años y con los trenes, pero ya no eran gitanos con sus hallazgos, sino norteamericanos con la compañía bananera que terminó de destituir la felicidad del pueblo, llegaba con los bananos la edad de trabajar sin fin con ningún fin.El pueblo se separó por la primera y única línea de tren, que fue por la que yo llegué. Y las casas se convirtieron también, ahora son de zinc, con ventanas metálicas, mesitas blancas en las terrazas, ventiladores colgados en el cielorraso para pelear con el insoportable calor y las molestas moscas y una extraña malla metálica en donde los pájaros muertos revotaban al caer muertos que parecía un gallinero muy extenso.Los incestos hicieron que todo empeore y la naturaleza descargó todas con todas sus fuerzas la desgracia para el recóndito pueblecito.Yo pude presenciarlo… El comienzo del final de unos cien o más años de soledad, sin comienzo ni final.Pero antes de empezar con el final, debo contar que extrañas cosas me sucedieron en mientras estaba en Macondo: una lluvia de flores, un diluvio que casi arrasa con todo y que duró cuatro interminables años.Ascensiones en cuerpo y alma, alfombras voladoras, viejos que procreaban sin escrúpulos, personas con más de un centenar de años, curas locos que aseguraban haber visto el demonio unas tres veces y hasta mujeres desalmadas que prostituían vírgenes unas ochenta veces por día.Pude apreciar con espanto cómo el último de la estirpe de los Buendía fue devorado por las hormigas. Ese niño fue fruto de un incesto y como decían los últimos sobrevivientes del pueblo: “ese engendro saldrá con cola de chancho”.Espantada por el olor a ese cuerpito devorado por las hormigas, esa sensación de tornado por venir y ese viento que no me dejaba ver absolutamente nada porque la arena estaba levantándose, me alejé… tan rápido como pude, sabiendo que yo no era parte de Macondo y que nunca lo había sido; sus habitantes habían dejado de verme, ya no me notaban, ya no me percibían.Me tomé ese tren salvador, caliente y sucio. Recorrí corriendo las callecitas de Macondo, sacudidas por el horror, por el miedo, por la soledad. Di una última mirada hacia atrás: lo vi todo, el viento llevándose con todas sus fuerzas lo único que quedaba… la nada.Recordé por esas casualidades de la vida en Macondo, que el último paso era el regreso a lo primero a eso primero que era la inexistencia: “la cuidad de espejos […] sería arrasada por el viento y desterrada de la  memoria de los hombres”Me vine para acá sin dejar nada y dejándolo todo en ese pueblo imaginario para muchos o real para todos. Estoy al norte, cada vez más al norte y con más calor, con más sudor y lágrimas, fantasmas y realidades.Así fue como todo lo que algún día fue fundado entre la nada se convertiría en la nada misma.Señores, esto no es producto de mi imaginación, yo lo recuerdo todo como si fuera ayer, como si fuera hoy. Mi pasado es mi remoto presente, pero es irreal y es soledad como Macondo mismo.Cualquier parecido a la realidad no es pura coincidencia.                                                       

      https://www.youtube.com/watch?v=6OwXbaT02B0
      "ME IMAGINO Y VUELVO A VIVIR"

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